El invierno está llegando, y eso te pone de guapo subido. Quizás porque nos conocimos hace innumerables inviernos, cuando más frío hacía. O puede que sea esta luz otoñal tan favorecedora. El caso es que no recuerdo ningún momento en que me hayas apetecido tanto.
Nos ha costado llegar a un entendimiento, a tu soberbia y a mi, pero parece que vamos puliendo las esquinas. Vas dejando entrever tus inseguridades, los puntos cardinales que guardas más protegidos, los rincones que tienes bajo llave; esos que a veces parecen los campeones olímpicos del escondite. Esos que cuando llegan las nieves se ocultan del sol.
Me vas alimentando a base de detalles, a base de caminos limpios y sendas frondosas, me vas alimentando a base de tiempos. Has dejado de ser tan desagradable, empiezas a dejar las lluvias para más tarde, empiezas a enseñarme las caras más agradecidas, y eso termina haciendo mella.
Sigues teniendo un lado oscuro que me gusta, portador de misterios e historias para no dormir; es intrigante. Y la curiosidad, mi peor defecto. Por eso aún no me he aburrido de ti; y, a mi no me engañas, tú aún no has mostrado todas tus cartas.
Te quedan valles escondidos, donde albergas la tranquilidad, rutinas desconocidas y deshielos que soportar. Te faltan días de sur en los que volverme un poco más loca. Te falta una vuelta y media y -a veces- un par de granizadas. Te falta rematar.
Te falta el golpe de efecto que haga que irremediablemente me enganche a ti y no sea capaz de hacer la maleta los domingos. Te falta sorprenderme una vez más, una luz diferente en la bahía, un nuevo bosque o un nuevo sitio donde alargar las cenas. Estás a una siesta al sol de atraparme por completo.
Y tú, en el fondo, lo sabes.